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lunes, 11 de enero de 2010

Experiencias metacinematográficas


Ni fu ni fa. En eso se resume mi opinión sobre Avatar. Quizá fui víctima de las expectativas, pero es que, a pesar de su alucinante despliegue visual, la epopeya de Cameron me dejó indiferente, a causa de su argumento excesivamente convencional, con nulas sorpresas para un cinéfilo mínimamente curtido. No es una película mala, en absoluto, pero sin la tecnología que la envuelve, quedaría probablemente relegada al olvido (eso sí, la chavalada en torno a los 13-14 años, la va a disfrutar muchísimo).


Pero no he venido a hablar estrictamente de Avatar. Verán, mientras degustaba sus efectos tridimensionales, rememoraba el momento más inmersivo que he vivido en un cine. ¿Saben con qué película? No se cachondeen con lo que voy a soltar. Fue con la manida Karate a Muerte en Torremolinos de Pedro Temboury.

Hace siete veranos, tres amigos le echamos pelotas y nos plantamos en el Cine Cité de Méndez Álvaro con la intención de pagar por ver en pantalla grande algo cutre de cojones. Que la experiencia fuese gratificante es lo de menos. Si por algo recordaré para siempre aquella sesión, será por la secuencia en que el monstruo Jocántaro surge de las aguas en el último tercio del filme.



Y es ahora cuando viene lo que les quería contar. Mientras mis amigos y un servidor nos destrozábamos la garganta a risotadas, se escuchaban alaridos alrededor nuestro. No recuerdo si fui yo o mi amigo Dimitri, pero uno de los dos espetó algo así: “joder, la película será cutre, pero tiene el dolby surround más acojonante y conseguido de la historia”. Dicho esto, los gritos crecieron de volumen y fueron acompañados de golpes y vibraciones en las butacas.

Estupefactos ante tal despliegue de medios, decidimos darnos la vuelta para comprobar si detrás nuestro estaba ocurriendo algo. La visión que vino a continuación quedó grabada en mi retina para la eternidad. El mismísimo monstruo Jocántaro se había materializado en la sala y estaba retozándose, saltaba por los asientos del cine y repartía latigazos a los descojonados/acojonados espectadores. Todo ello como parte de una performance sorpresa que engrandeció aquella proyección hasta el infinito y que durante unos leves instantes hizo creer a parte del público que la ficción se había fusionado con el mundo real.

Resulta increíblemente irónico y curioso que, ni con todo el dinero del mundo, Cameron lograse que yo sintiera con Avatar una experiencia similar a la que me proporcionó, aunque fuera durante tres o cuatro segundos, una de las películas más tercermundistas y baratas que se han estrenado en un cine español. Supongo que otra vez será.

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